Tras varios tumultuosos años de denuncias de corrupción, agitación interna y abusos contra los derechos humanos en eventos deportivos, la FIFA no es ajena a la polémica. Y su elección de Bahréin —país en el que el fútbol está indisolublemente unido a la política y la protesta— para celebrar esta semana la reunión de su Consejo y su Congreso suscite, posiblemente, aún más preocupación.

En 2011, varias estrellas del fútbol bahreiní afirmaron haber sido torturadas tras haber participado en protestas populares, junto con decenas de miles de personas más. Además, se inhabilitó a más de 100 deportistas de distintas disciplinas por discrepancias con el gobierno. En el centro de esta tormenta se encontraba Sheij Salman Al Jalifa, presidente de la Confederación Asiática de Fútbol, y actual anfitrión de los dignatarios de la FIFA. Según una agencia estatal de noticias, Al Jalifa presidió la reunión de un comité encargado de investigar a deportistas que habían “ofendido a la nación y a sus sabios líderes”. Aunque él negó que participara en esos actos, las acusaciones contribuyeron a frustrar sus deseos de hacerse con la presidencia de la FIFA el año pasado.

Seis años después, Bahréin se encuentra de nuevo al borde de una crisis de derechos humanos, que sin embargo, pasará probablemente desapercibida para los delegados de la FIFA. Si algún ciudadano o ciudadana bahreiní tratara de manifestarse pacíficamente, las fuerzas de seguridad lo detendrían o disolverían violentamente el acto, ya que desde 2013 todos los actos de protesta están prohibidos en la capital. De igual forma, si alguien del país enviara tuits a la FIFA para plantear sus quejas, podría acabar en la cárcel, como el defensor de derechos humanos Nabeel Rajab, recluido desde 2016 a causa de sus mensajes de Twitter y sus artículos periodísticos, en los que criticaba el pésimo historial de derechos humanos de las autoridades de su país. El gobierno teme cualquier crítica, o incluso la posibilidad de ésta. Sin ir más lejos, ayer prohibieron la entrada en el país a un periodista extranjero y un empleado de Human Rights Watch, que se dirigían al congreso de la FIFA.

Paradójicamente, en este desalentador panorama, los derechos humanos tuvieron considerable peso en los debates que se celebraron, también ayer, en la sala de conferencias. En ellos, el Consejo de la FIFA decidió aplazar su decisión sobre el ya largo contencioso de los seis clubes israelíes que juegan en asentamientos ilegales de la Cisjordania ocupada, para desesperación de los activistas de derechos humanos, que esperaban esta semana alguna acción decisiva al respecto por parte del Consejo de la FIFA (el más alto órgano de la organización).

Resulta sintomática esta actitud de la FIFA, de esquivar una importante cuestión de derechos humanos, movida por un aparente deseo de evitar enfrentamientos políticos. Durante años, bajo la presidencia de Sepp Blatter, la organización se negó a aceptar ninguna responsabilidad real en relación con los derechos de las personas afectadas por sus eventos: trabajadores que construían estadios e infraestructuras, manifestantes que protestaban a las puertas de los campos y residentes de zonas que fueron arrasadas para poner en marcha nuevos proyectos. El entonces secretario general de la FIFA lo dijo claramente en 2014: “la FIFA no es la ONU. La FIFA es deporte […]”

Más recientemente, ha habido algún motivo para pensar en la posibilidad de un cambio. Por ejemplo, el año pasado la organización encargó a John Ruggie, prestigioso experto de derechos humanos, la redacción de un informe público que revisara el planteamiento de la FIFA y, posteriormente, anunció que promovería “el respeto a los derechos humanos […] en todas sus actividades” y utilizaría su “influencia para abordar […] amenazas a los derechos humanos con la misma determinación con que protege sus intereses comerciales”. Un fuerte compromiso para una organización conocida por su celo comercial.

En la reunión de esta semana, era de esperar que se debatiera una nueva política de derechos humanos para concretar en cierto modo el prometido cambio de planteamiento de la FIFA. No obstante, lo importante es que la FIFA esté de verdad dispuesta a hacer realidad su compromiso con los derechos humanos, una vez aprobado el documento de política correspondiente.

La defensa de los derechos humanos requiere algo más que bellas palabras y políticas consensuadas. Para la FIFA, implica también aprovechar su capital político para presionar de verdad a los gobiernos, de manera que detengan las violaciones y abusos de derechos humanos que se cometen en el marco de operaciones de la organización, pero fuera de su control directo. Supone, por ejemplo, pedir explicaciones al gobierno de Qatar por su represiva Ley de Patrocinio, que permite someter a trabajos forzados a los trabajadores migrantes que están construyendo los estadios e infraestructuras del Mundial 2022.

El pasado mes, los auditores independientes contratados por los organizadores de Qatar 2022 publicaron un informe en el que demostraban que la mano de obra empleada en los proyectos del Mundial tenía que pagar comisiones ilegales durante el proceso de contratación, trabajaba durante meses sin ningún día de descanso y sufría tal grado de intimidación por parte de sus jefes que no se atrevía a protestar. Las recientes promesas del gobierno de emprender reformas en relación con la mano de obra migrante han sonado huecas.

Sin embargo, hasta la fecha la FIFA se ha mostrado extraordinariamente reticente a plantear este tema a Qatar.

El anuncio hecho público esta semana, de que la aerolínea estatal Qatar Airways será uno de los socios oficiales de la FIFA hasta 2022 ha dado lugar a muy serias dudas sobre la posibilidad de un cambio en los próximos cinco años.

¿Pondrá la FIFA en peligro su relación comercial para hablar en favor de la mano de obra migrante y pedir reformas reales, ahora que todavía puede provocar cambios?

La FIFA ha modificado su postura pública con respecto a los derechos humanos. Es el momento de ver cómo los líderes mundiales del fútbol apoyan ese cambio con acciones efectivas y reales. En 2010, la FIFA elevó el fútbol al máximo nivel en Qatar, al concederle al país la celebración del Mundial. Ahora, tiene el deber de abordar los abusos contra los derechos humanos que se han derivado de ello.

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